sábado, 3 de marzo de 2012

Los escogidos. Patricia Nieto. Sílaba Editores. Febrero 2012.

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Publica y difunde: NTC …* Nos Topamos Con
* Se actualiza periódicamente. Marzo 3, 2012
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Actualización y seguimientos a Mayo 8, 2014

El arte de hacer buenos libros
CRONICA del QUINDÍO, Mayo 07 de 2014 
Lucía Donadío habló con LA CRÓNICA sobre sus conquistas, proyectos y sueños.
Para muchos lectores las editoriales independientes son los últimos resguardos de la literatura libre de los apremios comerciales. El trabajo de Sílaba, empresa cultural liderada por la escritora y tallerista Lucía Donadio, corrobora a las mil maravillas dicho pensamiento. Varios de los libros por ella publicados han merecido diversos reconocimientos.
En 2013 y 2014 dos libros publicados por editorial Sílaba ganaron el premio del CPB. Debe ser mucha la alegría suya como directora y responsable de la empresa cultural.
Ambos premios los hemos recibido con inmensa alegría y gratitud con los autores, Patricia y Alberto, que confiaron en nosotros sus libros.
Una bella anécdota de ambos libros es que como editora pude acompañar a los autores en parte del proceso de escritura de los libros.
Es decir algunos capítulos estaban listos, otros se escribieron mientras hacíamos la edición de los primeros. En casos como estos uno se siente como madrina de esos libros, pues crecieron muy cerca.
Los libros premiados: El primero fue Los escogidos, de Patricia Nieto. ¿Cuáles fueron las razones que la llevaron a publicarlo y cuál es el aporte del trabajo de Nieto al periodismo nacional?
El libro de Patricia es un trabajo de investigación y de escritura de gran excelencia. Desde que nos reunimos la primera vez, cuando el libro era todavía proyecto, sentí que eran unas crónicas valiosas, necesarias y conmovedoras.
Animé mucho a Nieto para que terminara de escribirlo. La historia de los NN de Puerto Berrío narrada por sepultureros, pandilleros, rezanderas, médicos, madres, hijos, esposos, rufianes y políticos sirve para revelar la marginalidad y el horror de nuestro país, con inmenso respeto y belleza poética. El trabajo de Patricia es admirable. Su responsabilidad y ética con el drama de las víctimas y la violencia hacen de su obra un ejemplo de valentía y rigor en el periodismo nacional.
Ahora del segundo, El cartel de Interbolsa, de Alberto Donadio. ¿Cuál es la importancia de este libro y del periplo investigativo del autor?
Aunque hablar bien de la familia pueda dar un poco de pena, quiero hablar de Alberto más allá de nuestros lazos familiares. Alberto se conmovió con el drama de las viudas, huérfanos, monjas, curas, colegios y universidades que confiaron su dinero en las manos de los estafadores de Interbolsa. Creo que esa sensibilidad hacia el dolor de esas personas y el interés que siempre ha tenido Alberto por los temas financieros, llevaron a la escritura de El cartel de Interbolsa.
Alberto se adelantó a las investigaciones de la fiscalía, trasnochaba para obtener y entender documentos; hizo una inmensa labor de investigación, dedicando todo su tiempo y energía a tratar de descubrir lo sucedido. Ese ha sido un rasgo de Alberto en su trabajo periodístico: el rigor y la búsqueda incansable de documentos, fuentes y entrevistas que puedan nutrir su trabajo.
Sílaba ha publicado otros libros de periodismo, háblenos de ellos. Además, ¿cuáles piensa publicar en un futuro cercano?
En la Colección Sílabas de tinta, dedicada al periodismo, hemos publicado: El libro de la vida, de Juan José Hoyos; Mi Medallo, una pasión cosida al alma, de Guillermo Zuluaga; Página en blanco, de Ana Cristina Restrepo; Polvo en las maletas. Crónicas de viaje y errancia, de Ernesto Machler Tobar; Se dice río. Volver al antiguo camino de Juntas, de Carla Giraldo Duque; La llave de la transparencia, de Alberto Donadio. Esperamos poder publicar otros libros de calidad como estos que se han hecho. Todavía no adelantamos futuros libros.
¿Cuáles son las novedades de Sílaba para le Feria del Libro de Bogotá?
Las novedades de Sílaba para la Filbo son 4 excelentes novelas: El docto y el imbécil, de Freddy Téllez; La vida secreta de los perros infieles, de Fernando Cruz Kronfly; Lejos de Roma, de Pablo Montoya; La francesa de Santa Bárbara, de Gloria Inés Peláez, ganadora del XXVI Premio Nacional de Literatura, modalidad novela de la universidad de Antioquia en el año 2009.



Actualización y seguimientos a Abril 3, 2012
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“El río es la gran fosa común de Colombia”. ENTREVISTA a Patricia Nieto
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Se trata de una investigación de muchos años que hoy está plasmada en este libro.
ENTREVISTA.  La periodista Patricia Nieto acaba de publicar el libro 'Los Escogidos' en el que recoge historias
 sobre cómo se relacionan los vivos con los 'NN' que han aparecido muertos en el Magdalena. 
SEMANA.COM habló con ella.   Revista Semana .com , Martes 3 Abril 2012,
http://www.semana.com/cultura/rio-gran-fosa-comun-colombia/174914-3.aspx 
Allí toda la entrevista y el texto “Volver a nombrarte”, Capitulo de Los escogidos. Patricia Nieto. Sílaba Editores
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Los escogidos
 Patricia Nieto 
Sílaba Editores. Medellín. Febrero 2012.

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La autora

Patricia Nieto es Comunicadora SocialPeriodista y Magíster en Ciencia Política de la Universidad de Antioquia. Candidata a Doctora en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata. Trabajó como periodista en el diario El Mundo y en la revista La Hoja de Medellín. Algunas de sus crónicas han sido publicadas en las revistas: Cambio, Cromos, Soho,  Revista de El Espectador y Revista Universidad de Antioquia.

En el año 2006 inauguró la serie de talleres de escritura De su puño y letra con víctimas del conflicto armado. Resultado de ese trabajo, financiado por el Programa de Atención a Víctimas de la Alcaldía de Medellín y la Universidad de Antioquia, son los libros: Jamás olvidaré tu nombre (2006), El Cielo no me abandona ( 2007), Donde pisé aún crece la hierba (2010). Es coordinadora de talleres de escritura para maestros financiados por los Premios Medellín, la más educada. Producto de esos ejercicios son los libros: Los Maestros cuentan (2007, 2008, 2009, 2010) y Esta es mi escuela ((2007, 2008, 2009, 2010).
Entre sus libros publicados se encuentran: El sudor de tu frente. Escuela nacional Sindical, 1998; Llanto en el Paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2008; Inventario Vegetal. (coautora). Bogotá: Argos, 2009; Espíritus Libres. Egresados de la Universidad de Antioquia (editora de textos). Medellín: 2011; Relatos de una cierta mirada. El acontecimiento, la fotografía y el sentido. Alcaldía de Medellín, 2012.

Ha sido ganadora de los premios: Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí de la  Agencia Prensa Latina 1992,  Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar – 1996 y Premio Nacional de Cultura Universidad de Antioquia en la Categoría Crónica y Reportaje – 2008.

Se desempeña como profesora asociada de la Universidad de Antioquia donde ha sido editora del periódico De la Urbe.
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Contracarátula 
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PRÓLOGO

El mismo río de los muertos es el que alimenta y da vida


Por Cristian Alarcón *

La memoria no yace muerta y NN en el cementerio. La memoria es una mujer que anda en un bus de Medellín a Puerto Berrío, en un sube y baja de montaña y de calor húmedo. La memoria, en Los Escogidos, de Patricia Nieto, es justamente esta escritora paisa con mirada de nube, de árbol, de monte, cerca y lejos, adentro y afuera, en un doble paso constante que la hace cósmica, incansable. La memoria de mi mismo, de mis antepasados, de nosotros los huérfanos, de nosotros los que hablamos, y de los que callamos también, se levanta y camina en esta crónica: porque la crónica es polifonía y voz de todos, y porque la cronista escucha como nadie, pregunta con la mirada, entiende el silencio y comprende el tumulto. Luego, con la experiencia existencial de transformación de por medio, escribe. El relato de los vivos que en Puerto Berrío escogen una tumba de un NN para bautizarlo con su propio apellido y convertirlo en una deidad personal capaz de hacer milagros o vengarse con saña, es, en manos de Patricia Nieto, un río caudaloso como el Magdalena. En ese acontecer, como el agua que avanza sin parar, la cronista deja que veamos la experiencia vital del pez atrapado por los pescadores y dominado con un solo golpe de martillo sobre el piso de un bote, y la sombra helada de un muerto que se enredó en la red para ser encontrado y vuelto a nombrar.

    La niña nacida en Sonsón, una de las tres hijas de un matrimonio de maestros, la que siempre supo que sería periodista lleva años, mucho tiempo haciendo ese viaje ni tan largo ni tan corto entre la ciudad y el pueblo que supo ser el gran puerto de barcos a vapor sobre el Magdalena. Y muchos más en el recorrido minucioso y paciente por las venas del conflicto colombiano, por las calles más angostas de los municipios más apartados. Su obra como cronista y su devenir como maestra de cronistas se puede ver en los pliegues de este relato y de estos personajes que solo ella parecería poder encontrar por más que nos los entregue como si fueran sus primos y los hubiera conocido desde siempre. En este libro Patricia se lanza más allá de los registros costumbristas de la crónica social y política colombiana: se atreve a un levantarse la falda riguroso y poético. En Los escogidos el estilo es la estructura, y la voz el oído. La cronista se deja llevar por las preguntas que la asaltan, y propone un diálogo fluido nada menos que con los muertos.

“Yo pienso que no soy ni tan estricta como parezco, ni tan responsable como creen, ni tan sociable como se supone”, dice la autora en una entrevista con un alumno de la Universidad de Antioquia, donde es profesora. En este libro ha debido ser todo eso y mucho más: ha sido estricta con sus notas, con sus cuestionamientos, con su espíritu laico y religioso al mismo tiempo, con su pelea interior por un saber que va más allá de la pura experiencia del dolor. Ha sido responsable hasta las últimas consecuencias con la misión del cronista: construir el relato de los otros sin abandonar jamás el relato de lo propio, no en el sentido del uso del yo, sino en el sentido de poner las tripas en el relato. Y por sobre todas las cosas, ha sido sociable. Se la puede ver, aunque apenas nos deje ver su figura delgada y el pelo lacio, el entrecejo cartesiano, la voz de terciopelo con la que dirá hola, como está, puedo conversar un ratico con usted. Esa es la Patricia Nieto de este libro, la menos tímida de todas las que hayamos conocido. Aunque no nos cuenta lo que fueron los regresos de esos viajes que hizo para reconstruir la trama vital de un escenario funerario nosotros la vemos. Puedo imaginarla ida en sus pensamientos mientras el carro o el bus cruza las quebradas de San José del Nus. Y puedo ver sus notas, de letra pequeña y obsesiva, con cientos de anotaciones al margen, cambiando una y otra vez la sucesión de hechos y personajes, construyendo la trama como una telaraña sofisticada. Puedo también presentir la congoja, el sentimiento de estupefacción que llega después de una epifanía. Ese morir un poco que es comprender la herida, la cicatriz y el olvido.

 Hay en este libro una lista interminable de diálogos: conversaciones que van más allá de las que sostiene la cronista con los hombres y las mujeres que adoptan ánimas para reconfortar sus vidas sitiadas por la pobreza y por la violencia. Los escogidos dialoga con las grandes obras universales del olvido y la memoria: los veremos en las marcas que como piedras que caen en el agua se diluyen en círculos concéntricos fugaces, colocados por la autora aquí y allá. Y dialoga de forma menos evidente con algunas obras de arte y expresiones populares que mitigan con belleza el miedo, la matazón, la prepotencia. Allí está el artista colombiano Juan Manuel Echavarría que en su obra Requiem NN tomó fotos a esas lápidas escogidas por los necesitados y pintadas, adornadas, con sus flores y sus nombres inventados, y a esas otras todavía NN: en un juego de ilusiones ópticas, como el de las tarjetas animadas de los ochenta, el que mira ve una y otra tumba según se mueva: la epifanía es la manifestación de una ausencia en la retina, entre la sensación de un lejano recuerdo, y la familiaridad de la estampa regalada en ocasiones, tras algún viaje. Los escogidos dialoga con las imágenes múltiples de la larga investigación visual sobre la memoria colombiana hecha también de manera incansable por el fotógrafo Jesús Abad, y con la obra de Gabriel Posada y Yorlady Ruiz Magdalenas por el Cauca, una performance de duelo en la que los artistas usan las imágenes y los recuerdos para nombrar  a los muertos en el cementerio, el lecho y las orillas del Río Cauca, al que también van a parar los muertos de la violencia.

   Patricia Nieto tiene múltiples vidas: es maestra, es una gran editora, es una académica rigurosa que le toma el tiempo a la memoria desde el análisis en una tesis doctoral que esperamos con paciencia, es periodista, investigadora, musa. Esa condición anfibia la marca, la vuelve original, y en este libro más que nunca. En Los Escogidos nos hace comprender que el mismo río de los muertos es el que alimenta y da vida, nos hace sentir no solo el dolor de los crímenes si no el de la picadura de una raya y deja que comprendamos al enterrador que sepultó a 24 comandantes paramilitares. Y es por eso que el libro que podría ser una nueva lista de desgracias sube por la ladera de un monte difícil: rehúye la conmiseración, se deja llevar por la naturaleza de los deudos, de los huesos, de los pueblos. En esa posición compleja se entrega a la construcción de la memoria. Y lo singular es que de manera sorprendente aquí la memoria aún en la negación y el ocultamiento del desaparecido que ha sido enterrado sin nombre en un nicho de nadie, también puede ser sueño, expectativa, anhelo, especulación vital. La memoria de los que a pesar de todos esos muertos, a pesar del río Magdalena y su caudal siniestro, buscan con la mirada el horizonte: la memoria como la posibilidad, como futuro. Los escogidos no es un libro sobre la muerte. Es un libro sobre el futuro. 
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* Autor de los libros de no ficción Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, y Si me querés, quereme transa. Maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Director del Posgrado de Periodismo Cultural de la Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires, Argentina. Director de la Revista Anfibia.
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Nadie los lloró

                                                                            Crónica de Los escogidos

Sentado sobre la cubierta de una limusina cobre, más de mil veces encerada, Francisco Luis Mesa Buriticá disfruta de la brisa. Un viento suave refresca la noche de este paraje acostumbrado a 27 grados centígrados aún a la hora del crepúsculo. Pacho no lleva zapatos cerrados ni cuellos altos. Con los pies al aire, pantalón caqui y una camisilla de sisas holgadas se expone al silencio de esta hora extraña cuando el día muere para que la noche viva.
Es la hora que más se le parece, pienso cuando me le acerco. Cuál otra puede ser la luz esencial para un hombre capaz de recoger muertos ajenos solo por misericordia. El amanecer puede llevar a la manía, pienso, y ese no es el estado propio de un enterrador. Al medio día, el sol calcina las riberas del Magdalena Medio y la gente se pone bajo techo pese a la ansiedad de volver al comercio, a la escuela, a la plaza, a la atarraya. La noche joven se me hace el momento sereno de los capaces de entregarse al prójimo y sentir con él su extremo sufrimiento.
Pacho está en su hora, sin duda. Lamento interrumpir su contemplación. Pero  él me sorprende con un apretón de manos fuerte y una voz que quiere expandirse por toda la región aunque solo yo la escucho. Aprendió a hablar bajito sin perder el vigor. Llegó a ese tono para que las paredes no lo escuchen. Para que las mujeres errantes confíen en las noticias que él puede darles de los cadáveres lacerados, tiroteados, desmembrados de sus hijos.
En veinticuatro años como propietario de la Funeraria San Judas, Pacho dice haber puesto sus manos sobre 786 cuerpos de personas sin identidad conocida. Gente de las acequias, de las ciénagas, de los pozos, de los riachuelos, del río Magdalena. Muertos del agua. Barcos fantasmas que atracan en una playa, en una raíz o en una atarraya de donde son salvados y entregados con dolor y espanto a Pacho; el dueño de los sin nombre.
‘Siempre recuerdo los detalles’, enfatiza Pacho. Repaso la talla de las dos medallas que custodian su pecho. Una es María Auxiliadora, la patrona según me explica. La otra, un soberbio crucifijo de oro y plata. Él siempre pregunta por las pequeñas marcas del cuerpo que alguien busca. Un escapulario amarrado al tobillo, un anillo con el rostro de Jesucristo, una camándula prendida al cuello; un delfín tatuado en la espalda, una rosa en un seno o una espada en una pierna; una correa rematada con la imagen de un cóndor en la chapa, cinco agujeros en la oreja derecha o una perforación en la lengua.
A veces alguna señal particular dispara el recuerdo y Pacho activa su obsesión. Busca notas en libretas viejas, va a las fotografías que tomaba cuando la ley no se lo prohibía, esculca la caja llena de correas y zapatos que conserva de otras décadas, se aísla para repasar sus antiguas sensaciones y, a veces, logra hasta decir el número de la bóveda donde enterró a aquel indefenso, a merced de los demás.[1]Cuando eso pasa, el alma de este hombre fuerte, de carácter y de cuerpo, se llena de regocijo. Una fiesta que goza solo en la intimidad de sus pensamientos porque no es gente de misas ni de bares.
La dicha de esa hora solo es comparable con la de sepultar a un muerto vagabundo. ‘Yo lo meto a la bóveda y descanso’, cruza los brazos en señal de que hasta ahí llega su trabajo. Pacho va hasta donde le indiquen que hay un cadáver abandonado en jurisdicción de seis cabeceras y treinta y cinco veredas. Casi nada lo detiene. A pleno sol o ya entrada la noche, va a cumplir un deber por el que jamás recibe recompensa material: enterrar a los muertos sin nombre.
‘Yo contemplo el cuerpo de un ene ene y me pregunto qué necesita. Él necesita una sepultura’, se responde Pacho y procede a levantarlo del lecho de la muerte. Desde la playa, el potrero, la zanja, la vía o el puerto lo transporta en limusina, canoa o caballo hasta la morgue. Frente al rostro del difunto no se pregunta cuáles fueron sus ideas ni sus oficios. ‘A él nadie lo lloró’, me explica. Pacho está ahí para componer al menos sus facciones. ‘Lo limpio, lo afeito, le cierro los ojos y la boca[2], lo amortajo, lo conduzco al cementerio, lo meto a la bóveda y ruego que descanse en paz’, simplifica. Dirige su vista a un muchacho que vocifera por teléfono al mando de una motocicleta. Al interlocutor le quedó claro que si no cumple, en menos de veinticuatro horas es hombre muerto.
‘No he visto ni oído’, parece decirme Pacho al regresar a la conversación como si la pausa se tratase apenas de un punto seguido. ‘Hace treinta años metí al primero en un ataúd’, testimonia. Fue un 29 de diciembre el día que el oficio de funerario le sobrevino contundente, en forma de tragedia. Viajaba entre Medellín y Maicao. Ya rodaba por la planicie que es Tarazá, después de superar los riscos de Matasano, Don Matías, Santa Rosa y Yarumal. Sentía el viento cálido que peina las aguas del río Cauca al extenderse sobre el valle, cuando lo sorprendió un nudo de gente que invadía la calzada. Sobre el pavimento vio los cuerpos sin vida de tres hombres. Se acercó sin cautela, llevado por su energía natural de hombre de acción, y reconoció entre los muertos a uno de sus grandes amigos.
‘Ese día me encontré con la necesidad’, reconstruye. Miró el paisaje de  rostros atemorizados, paralizados en un silencio impenetrable. Comprendió la soledad de los muertos abaleados lejos de casa y aceptó que a él le tocaba el oficio. No había indicios de autoridad. Ordenó a los pasajeros del bus, conducido por su amigo asesinado, desalojar el vehículo. Buscó entre los curiosos y encontró al hombre que le ayudó a clavar cajones rústicos y a empacar en ellos a los muertos. Los metió en el maletero, dio encendido al carro, dobló sobre la vía y regresó a la ciudad por la carretera coronada de neblina.
Durante las horas que siguieron, Pacho actuó dirigido como por un motor en modo de automático. Dejó los cuerpos en manos de las autoridades, condujo a la hija de su amigo para que reconociera el cuerpo del papá. Contactó funeraria, decidió forma y color del ataúd, eligió el protocolo del cortejo, desfiló en el funeral, abrazó a la niñita huérfana, suplicó por el descanso eterno del alma de los fieles difuntos. ‘Entre jueves y sábado se hizo esa obra’, afirma. El domingo no descansó. Prestó su primer servicio como funerario profesional.
Desde entonces no ha dejado de sorprenderse de la condición humana. Incluso hoy, sobre la cima de sus tres décadas en el oficio, habla del muchacho que enterró por caridad hace apenas dos días. El chocoanito se murió sin alharacas. Sin disparos que rompieran la tranquilidad de los durmientes, sin cuchilladas que lo obligaran a doblarse mientras que su sangre manchaba las aceras. El negro que llegó a Puerto Berrío hace años sin decir su nombre ni hablar de su pasado, estubo en la cava de la morgue trece días con sus noches. A dónde iba a ir ese ser sin lecho propio, sin madre que lo llorara, sin sobrinos que lo cargaran, sin novia que lo perfumara.
El chocoanito permaneció en el nicho de hielo a la vista de medio pueblo. Las autoridades buscaban que alguien diera nombre, apellido, domicilio, edad; identificación. Muchos lo contemplaron en su hora final. Repararon sus facciones y dijeron que sí era el chocoanito. Todos lo conocían, pero nadie sabía su nombre, el que pronunció un cura al momento del bautizo, el que registró su madre al dejarlo por primera vez en la escuela.
A su presencia llegó Pacho, llamado de urgencia por el forense. Se ocupó de lavarlo y de amortajarlo. El también lo conocía solo por el apodo, de manera que no pudo decirle Luis, Pedro, Juan, Samuel o Ignacio. Lo mimó con especial ternura, lo guardó en un cajón de madera sin cepillar, lo montó a su limusina y lo condujo a la última morada en la sección de los pobres del cementerio parroquial. Enterró el muerto: echó sobre su cuerpo árido polvo y cumplió los ritos necesarios.[3] En el pabellón de los olvidados, el  chocoanito es un ene ene más.
En este caso, como en los de todos los muertos pobres o anónimos del puerto, Pacho cubre todos los gastos, menos el del ataúd que es compromiso del gobierno local. Cuando estira sus dedos largos para echar cuentas exhibe sus joyas: dos argollas de oro con crucifijos, una de ellas en el meñique izquierdo; un gran ónix cuadrado en el dedo mayor derecho; y una más en el anular que es, concluyo para no distraerlo de su mundo de las cifras, un cuarzo transparente. ‘El procedimiento, el plástico, la metida al cajón y el cortejo en la limusina pueden costar doscientos mil’, calcula Pacho. Lo demás no tiene precio: la flor que se toma del mismo campo santo, la oración que encabeza alguna devota de las ánimas, el funeral exprés que oficia el cura, el rezo que Pacho masculla por el eterno descanso de un alma que emprende solitaria el camino hacia la presencia de Dios que la juzgará.
‘Es difícil darle trascendencia al tema del paraíso’, dice Pacho para no exponer sus creencias. Solo afirma que las ánimas, sus mejores amigas, son compañía, protección y lealtad. Y se explica. Cada vez que emprende un viaje pasa por la puerta del cementerio, abre las cuatro puertas de su carruaje y las invita a pasar. Ellas acuden al llamado y, aunque son invisibles forman multitud. En su compañía, ha recorrido kilómetros asolados por la guerra. Senderos enmontados, casas quemadas, fondas abandonadas, escuelas destechadas, potreros enmalezados; es lo que Pacho ha visto en sus largos viajes de funerario custodiado por las benditas almas del purgatorio. ‘Son serviciales’, dice, y muy estrictas. Con ellas, incorpóreas, no se puede jugar porque todo lo conocen, hasta los pensamientos.
‘Les gusta despedirse’, explica. Se hacen ver de la gente que quisieron para enterarla de que ya han dejado el cuerpo. El ser humano, continúa Pacho, tiene la misma virtud que la flor: ‘capulla, botonea, florece, marchita y cae’. Cuando el cuerpo cae, el ánima se presenta por medio de impresiones, apariciones, para despedirse de la gente que quiso. ‘Por eso no hay que tenerle miedo a las ánimas. Ni siquiera cuando se conocen sus pecados en vida’, dice él que ha enterrado a veinticuatro comandantes paramilitares y a cinco jefes de las Convivir. ‘Los he tenido en mi mesa de trabajo, los he amortajado, los he conducido al cementerio’, repasa. Nunca se le han presentado como seres del infierno, en ningún tiempo le han quitado el sueño, y jamás de los jamases se le han aparecido penitentes, agobiados por la sed.  


Para lo que pasa al otro lado de la vida, parece decir, los encarnados no tenemos explicación científica. Pero lo cierto, según su creer, ‘es que quienes mueren mal quedan por ahí, deambulando, en psicosis’. Entonces habla de los miles de muertos que arrastra un río en su eterno movimiento. ‘Desde 1965, Colombia le tira muertos al río’, ilustra. Según sus cálculos de experto en estadísticas de gente degollada, descuartizada, fusilada, acuchillada, todos los días veinticinco cuerpos caen al río como a una fosa común. ‘Si fuéramos ahora, nueve de la noche, a prestar guardia veríamos pasar varios hacia Bocas de Ceniza’, me reta. ‘Pero ese que baja ya no nos importa’, se queja.
Quién va a dejar el arrullo de la mecedora, la adorable charla de vecinos bajo el fresco de la nochecita, la partida de billar donde se apuesta el honor, el tablero de ajedrez sobre el que se define el combate, la serenidad de esta noche amenizada por las chicharras para ir en busca del muerto que no se le ha perdido. Tal vez solo Pacho se siente mal por no hacerlo. ‘Si yo fuera diario al río, sacaba tres o cuatro’, hace cuentas. ‘Y si tuviera un bote con motor… ni te digo’, aprieta los labios  y mueve la cabeza como diciendo que no le da para los cálculos.
‘En cinco minutos, un cadáver recorre un kilómetro por el río’, está seguro. Si tuviese una lancha, los pescadores se propondrían darle aviso en cuanto divisaran el promontorio oscuro y sigiloso.[4]. Y él, se animaría a rescatarlo apenas un poco más abajo. Lo detendría con palos, ramajes y sogas. Lo alzaría con sus brazos de hombre de río. Lo acomodaría en su nave tapizada de flores. Le cubriría el rostro con sus manos de funerario antiguo. Le diría al oído que llegó a casa y lo llevaría a tierra. Pero no hay canoa ni bote ni motor.
Ni ganas, le digo.
Asiente.
Y comienza a recitar la llamada cadena de custodia que le prohíbe auxiliar a ese desventurado, a quien le arrebataron la identidad en el momento del asesinato clandestino y va, inexorablemente, a perderse para siempre. 

[1] Así contempló Thomas Lynch a su padre muerto en El Enterrador.
[2] Lo mismo que Thomas Lynch hace al cuerpo de  su amigo Milo en El Enterrador.
[3] El Guardián revela como alguien dio sepultura al cuerpo de Polinices en Antígona.
[4]Como se divisan los muertos del agua en “El ahogado más hermoso del mundo”.
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Registro en NTC ...Agenda 156.
*** 20 de marzo, Medellín, 7:00 PM
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--- Los escogidos de Patricia Nieto Sílaba Editores ( silabaeditores@gmail.com , Medellín), Feb. 2012. En el libro  se destaca el trabajo riguroso de la autora y su sensibilidad y agudeza sobre los problemas sociales del país.  Será presentado por el periodista Carlos Mario Correa. Lugar: Auditorio principal del Edificio de extensión, Universidad-de Antioquia. Entrada libre. 
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Publica y difunde: NTC …* Nos Topamos Con
* Se actualiza periódicamente. Marzo 2, 2012