jueves, 14 de noviembre de 2013

Cuento de un cuento que deviene poema. Por Armando Romero

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Cuento de un cuento que deviene poema
Armando Romero


Hace algunos años, recordando algo sucedido en mi juventud, escribí un cuento corto que formó parte de una colección de cuentos cortos publicados con el título de La raíz de las bestias * (Eafit, Medellín, 2002, Universidad Veracruzana, México, 2004, Sinopia Libri, Venecia, 2004). Titulé este cuento Caballo Blanco:

                   CABALLO BLANCO

La siguiente historia podrá tener poca importancia pero me ha perseguido siempre desde que la vi suceder frente a mis ojos. No es tanto una historia como una imagen. Y más que imagen es metáfora, punto de encuentro, lugar de origen. Sucede cuando tarde en la noche caminaba con un amigo por las calles de un pueblo llamado Calima, al noroeste de mi ciudad. Cruzábamos la plaza central en medio de una niebla blanquecina, que por extraña razón llamamos también "calima". Es decir, como anotó mi amigo, íbamos en la "calima” de Calima. Las palabras se tocaban, no así nuestros pies que no alcanzábamos a ver por lo denso de la bruma. Temíamos tropezar con algún objeto o persona en el camino. De pronto, frente a nosotros, se abrió con fuerza y resplandor el atrio de la Iglesia Mayor, y allí, enhiesto, un caballo blanco. Era insólito como un sueño que no se resuelve en pesadilla o en encantamiento. Nos aproximamos a él lo más que pudimos. Sus ojos grandes reflejaban el correr de la niebla y sus belfos se movían en pequeños espasmos. Debería vernos pero no nos veía, comprendimos. Él era la luz, nosotros la oscuridad. Por largo rato estuvimos allí, observándolo con detenimiento, sin decir palabra. Y ese encuentro devino tal vez metáfora, imagen, origen de una historia que sólo la vida puede narrar.


Meses atrás, siguiéndole los pasos a la poesía y prosa de Giórgos Seféris, como lo he hecho desde que ganó el Premio Nobel allá en 1963, conseguí su libro El sentimiento de eternidad, en traducción de Selma Ancira (FCE, México, 1994). Apenas abrí el libro me encontré con una bella semblanza del poeta D. I. Antoníou escrita por Seféris en 1936 cuando era funcionario de la embajada griega en Londres, celebrando la publicación del primer libro de poemas de Antoníou. Poeta marino, Antoníou visitaba a Seféris a su paso por Londres y sostenían largas conversaciones sobre Grecia, los diversos mares que el poeta visitaba, y sus poemas escritos en cajetillas de cigarrillo. Al terminar su corta semblanza Seféris escribe luego de rememorar una larga charla:

“Y juntos pensamos de nuevo en aquella lejana tarde de niebla, cuando al hablar del carbón que cargarían a la mañana siguiente, estuvimos de acuerdo en que en el fondo de toda mina de carbón hay siempre un caballo blanco, y que el deber de cada uno de nosotros es encontrar su caballo blanco, cueste lo que cueste.”

Hasta el momento no he podido salir de la consternación que me produjeron estas palabras, este encuentro en un allá de poesía con el poeta admirado, este diálogo que es para mí la verdad de la poesía. Estaba en Benalmádena, ese pequeño puerto español en el Mediterráneo  escribiendo mi libro El color del Egeo, que había comenzado dos años antes en la isla griega Ikaría. Y esa misma tarde escribí este poema que no cierra sino que abre ese diálogo para siempre:

XXII

Sería Patmos, Kos o Rodas,
no puedo recordarlo bien.
Miraba al otro lado del mar,
de frente  él entre las rocas.
De nombre Giórgos Seféris,
poeta.
“¿Todo lo has perdido?”, le pregunto.
“No, se llevaron sólo las puertas”,
responde.
“Entonces, qué buscas, poeta,
qué esperas?”
“Espero un caballo blanco”.
“Yo vi uno en el atrio de una iglesia,
entre la niebla,
allá en mi tierra de América”
“¿Hay minas de carbón allá,
en tu tierra de América?”
“Sí, son los ojos oscuros
de las montañas.”
“Entonces, ya viene a nuestro encuentro”.
Dice el sueño que los pescadores
así nos vieron al pasar,
plantados al sol entre las rocas,
a la espera.
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Cali, Colombia