jueves, 9 de abril de 2015

El beso de la Gioconda, Juan Manuel Roca. Ensayos. Sílaba Editores. Marzo de 2015

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31 de mayo de 2015

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El beso de la Gioconda 
Juan Manuel Roca 
Ensayos 
Sílaba Editores. Medellín, Marzo de 2015

Formato: 21 x 16 cm. Páginas: 252.


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Sobre la Colección
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CONTENIDO
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En el PORTAL DE SÍLABA EDITORES

Sílaba Editores


Colección Tierra de palabras. Ensayo. ISBN: 978-958-8794-52-5
Publicación: marzo de 2015. Formato: 21 x 16 cm. Páginas: 252

El libro acaba de salir de imprenta 
y estará en librerías en los próximos días.
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PRÓLOGO
Los ensayos de Juan Manuel Roca
Un ensayo pretende constituirse en una conversación con el lector. Jaime Alberto Vélez
Yo mismo soy la materia de mi libro. Michel de Montaigne
Por Luis Germán Sierra J.
Entre los ensayos escritos por Juan Manuel Roca y su poesía (o mejor será decir y sus poemas) no hay gran distancia, dado que lo que podríamos llamar una diferencia entre ambos no son más que, al contrario, vasos comunicantes, ideas emparentadas por sus lealtades y sus convicciones (la libertad, la creación, los amigos, las influencias), el hallazgo verbal y la sagaz imaginación ante las formas y la estética, el humor burlón e inteligente de quien sabe que no hay mejor antídoto contra las plagas terribles de la solemnidad y la huera trascendencia,  y unos inquilinos —casi siempre los artistas— que comparten la sangre de auténticos y perdurables creadores, filias indescartables a la hora de definir las fobias.
En estos diecinueve ensayos reunidos bajo el título de El beso de la Gioconda (el lector verá que ese título hace parte de un verso de Marx Ernst, es decir, es uno de los tantos guiños que contiene este libro), casi en cada línea se percibe el tono de los poemas mismos del autor de Luna de ciegos o de Los cinco entierros de Pessoa. Pero ello no obedece, sin embargo, a una premeditada intención, sino, más bien, a la renuncia, esa sí deliberada, del poeta a entonar una palabra académica o docta, a revestir de seriedad sus ideas para hacerlas aparecer creíbles, como hacen tantos aburridos ensayistas que olvidan (nunca lo aprendieron, tal vez) que el ensayo es ante todo riesgo, no solo en lo que se dice, sino también (y quizás sobre todo) en la forma como se dice. Es justamente en la palabra arriesgada, juguetona, creativa y precisa donde es posible mensurar el nivel de credibilidad de un ensayo. En escritores como Roca se prueba que Michel de Montaigne (padre aclamado del ensayo) no escribió en vano, en el pórtico de sus también aclamados Essais (Ensayos), aquello de: “Quiero que en él (su libro) me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues píntome a mí mismo […]”. (1)
La palabra reflexiva del poeta Juan Manuel Roca está “pintada” de su propia poesía, no la disimula ni la disfraza, sino que la deja fluir tal y como siente los mundos que describe. Así como en el poema no quiere aleccionar ni mejorar nada (es la manera que tiene el verbo de los poetas auténticos), en el ensayo asume el riesgo de su pensamiento, pero no lo envara, no se enfunda en una palabra extraña, sino que lo llena de sus “maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio”.
El beso de la Gioconda es un libro de homenajes, un libro de íntimos acercamientos, pero no es un libro de fáciles alabanzas. Roca es un lector voraz y en sus ensayos lleva al lector, a su vez, por sus múltiples lecturas, no sólo de los poetas (sobre todo nos enseña sus poetas), sino también de los pintores que ama. Su palabra a menudo está guiada por su mirada, por la observación escrutadora del trazo y la paleta de sus pintores. Y entre unos y otros, entre los comentarios que resaltan las dotes potentes de un creador determinado, viene la crítica demoledora, el apunte mordaz que desmonta una tradición o una fama artificial (“Pero todo lo anterior, si queremos ser justos y equilibrados, no sólo sucedía con la lírica, como puede descubrirse sin tener la más mínima formación detectivesca. Mario Benedetti es a la poesía lo que Oswaldo Guayasamín a la pintura, lo que Silvio Rodríguez a la música, lo que Eduardo Galeano a la historia, es decir, lo que Julio Iglesias a la filosofía […]”. Lo dice en otro libro de ensayos, en Cartógrafa memoria). La abundancia de referencias que se encuentra en sus textos ensayísticos no es, ni de lejos, la exhibición enciclopédica de quien, impunemente, suelta de forma mecánica y exhibicionista el resumen de sus lecturas y sus observaciones. Estamos ante un lector no solo apasionado por el texto (ya dijimos que su lectura abarcaba también la obra plástica —y aun la arquitectónica: aquí está Rogelio Salmona—) a la manera de quien disfruta como un niño, sino también ante un lector-detective que va tras las huellas que van dejando las palabras y las imágenes: “Vale la pena preguntarse si la teoría de De Chirico sobre la pintura metafísica no involucra, tras la lectura de sus poemas, una misma tesis sobre el arte poético […]”, dice un poco al cierre de su ensayo “El beso de Gioconda”.
Si hubiera que resaltar uno solo de los ensayos de este libro, no dudaría en hacerlo con el texto dedicado a Antonio Samudio. Porque no es sólo acerca de la obra del pintor, sino también de la vida de ese ser humano sobre el cual el escritor manifiesta un cariño alto, sobre el que escudriña en su condición íntima y la asimila a sus atmósferas plásticas, a sus colores “neblinosos” (“El suyo es el color de quien unta su pincel en la niebla”), a la parca y morosa condición de quien no quiere en absoluto el énfasis ni los estruendosos reconocimientos. En un ensayo como “Antonio Samudio para armar” (guiño a Cortázar), cada palabra y cada línea es un amor entrañable vuelto mirada, pura observación al interior de un hombre, de una amigo, de un artista. Y nos habla de sus personajes y de su dibujo y de sus colores y de sus grabados y de sus libros… de toda su obra (“Toda su obra, sus grabados, sus dibujos, sus óleos, los pocos relieves en bronce que se le conocen, y ahora estos cuadros no expuestos basados en una suerte de ʻcut upʼ gráfico, pertenecen, qué duda cabe,  a la misma impronta que hace recordar una frase del contestatario Jean Arp: ʻDonde el arte entra, la melancolía se aleja, arrastrando con ella valijas de negros suspirosʼ. Si no la conoce, el lector saldrá de la lectura de este capítulo a buscar la obra de Samudio y encontrará cuán acertado es el comentario del autor, cómo fue de lejos en el buceo que hizo de ese pintor y de ese ser humano. En general, un libro como el de estos ensayos, por su largo viaje a nombres de autores y de obras, y por la conexión crítica que establece con el mundo de la cultura y la creación, es una rica colección consultable de arte y literatura. 
En los textos de El beso de la Gioconda y otros ensayos, así como en los de sus otros dos libros de ensayos: Museo de encuentros (1995) y Cartógrafa memoria (2003) es posible ver las otras caras del poeta. Su irrenunciable amor por las artes plásticas y el gusto por hablar de sus escritores más entrañables. De esa manera Juan Manuel Roca evidencia su bien disimulada condición didáctica (él deplora enseñar y aquí tampoco lo hace, pero es inevitable asumirlo como un maestro dueño de una palabra sabia y convincente), el placer que siente al mostrarnos el arsenal de sus lecturas y de sus versiones poéticas de la realidad, ahora en torno a otros: sus iguales, sus alter ego, sus compañías de cabecera. Es decir, muy seguramente quienes han hecho posible, en parte, que nosotros, sus lectores, contemos con una de las voces más altas y más apreciadas de la poesía de nuestro país.
(1)                       Michel de Montaigne. Ensayos I. Ediciones Altaya, S.A., Barcelona, 1994.

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